lunes, 23 de agosto de 2010

Mi homilía de XXI Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C.

Una vez más, y por pedido, comparto mi homilía dominical.
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Domingo 22 de agosto de 2010.

Templo San Juan Bosco en la Misa de 12:00 (duración: 11:41)

Hoy en día, la pregunta por la salvación suele volverse intrascendente, porque estamos tan apegados al hoy, al aquí y a las cosas, que nos cuesta enormemente, mareados a veces por la inestabilidad de este mundo nuestro, como nos decía la colecta de la Misa de hoy, proyectar a futuro, y mirar un poco más allá del día a día.

Hoy, del mismo modo, son pocos los que se preguntan ¿qué va a ser de mi alma después de la muerte? Por eso de todos los días, nos olvidamos de esta pregunta trascendente, atrapados por los que pensamos, por lo que sentimos, por los que necesitamos, si comer, si vestir, si descansar en la próximas vacaciones, y así tan encerrados en este mundo, nos cuesta pensar en el otro. Ahora, es necesario pensar en el otro también, porque éste mundo, se va a acabar. Algún día, no tendremos nada de lo que tenemos, ¿y qué va a ser de nosotros? Gritaremos: ¿Y ahora, quién podrás salvarnos?, esperando que aparezca el Chapulín Colorado. Lamento decirles que no, él no vendrá a salvarnos.

Preguntarse por ese futuro, es preguntarse por la salvación, que es la pregunta que le hacen al Señor, como lo escuchamos en el Evangelio de hoy. “¿Es verdad que son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 23). Al parecer, esta pregunta circulaba en los ambientes judíos de la época de Jesús y de los evangelistas. Así, en el "Cuarto libro de Esdras", que es una obra judía, no bíblica, de género apocalíptico, que más difusión alcanzó y la más usada por los primitivos cristianos, se lee: "Veo que en la nueva época mesiánica a pocos les llegará la alegría, y a muchos los tormentos". El que preguntaba, parece estar inquieto si él se encontraba entre esos pocos, o esos muchos. Jesús lo saca de las cantidades y lo invita a mirar otra realidad, no la cantidad, sino el modo de tomar el camino para llegar a la salvación: “Esfuércense por entrar por la puerta estrecha…” (Lc 13, 24).

Hablar de que una puerta es estrecha, angosta, nos habla ya de cierta forma de incomodidad. Quizá hemos entrado en la casa de un pobre y con dificultad agachándonos o poniéndonos de costado, hemos entrado de a uno, no de a dos o tres. Tal vez alguien fue a la Casa de Gobierno, a la Legislatura o a la casa de algún rico con puertas bien grande y ahí sí se entra de a tres, cuatro, diez, veinte… Mas Jesús nos dice… no, no vayan por las puertas anchas, vayan por la puerta angosta. Vayan por eso que representa, en la vida, el sacrificio, la renuncia, la fidelidad, la entrega, la constancia… No vayan por lo más fácil, entre por donde cuesta…

Ese es, en cierta forma, el camino del cristiano. No torturarse innecesariamente para llegar a la vida eterna, porque ya el día a día, tiene, en muchas cosas, su cuota de dificultades, más grande o más pequeña, sin necesidad de buscarse aflicciones ficticias. Estás llamado a ser muy fiel a eso que Dios te envía en lo de todo los días. Aquel que vive en la rutina del día a día, desgasta es sentido de lo futuro que necesita por el peso de sus días, la evasión. Cuánto hay, que se evaden de las responsabilidades por el alcohol, la droga, la liberación sexual o el desatino en sus acciones, porque les cuesta llevar el día a día, les atormenta ir por la puerta estrecha. Por el contrario, cuántos hay que en el día a día, aceptan con fidelidad la constancia de lo que viven en su matrimonio, amistades, estudio, trabajo, en su vocación religiosa o sacerdotal, y pasan por la puerta estrecha pero con un inmenso corazón fiel haciendo no la rutina del cotidiano, sino la fidelidad plena, porque está llena de amor y el amor hace nuevas todas las cosas. “Miren yo hago nuevas todas las cosas” (Apoc 21,5), nos va a decir, en boca de Jesús, el libro del Apocalipsis. Al que vive en Jesús, no lo agobia la rutina; al que está con Jesús, escucha la voz de Dios en lo sencillo de todos los días, y eso lo llena de alegría y paz; por el contrario, el que no está con Dios, le pesa aún lo mínimo de todos los días. Pero, entrá con esfuerzo por la puerta estrecha, que es el camino de la salvación. Te cuesta lo bueno, ¡bendito sea Dios!, pero llenalo de amor.

“Dios quiere que todos los hombres se salven…”, va a decir Pablo en la I Timoteo (I Tim 2,4), mas dentro de este “querer” de Dios, está el respeto absoluto por el “querer” del hombre. Nos ha hecho libres, y nos ha invitado a que, si te querés salvar, esforzáte, ve por la puerta estrecha.

¿Saben quiénes pasan cómodamente por la puerta estrecha?, los niños. Ellos pueden entrar por cualquier hueco, porque son pequeños. Por algo Jesús dijo: “…el Reino de los cielos es de los que se hacen como niños…” (Mt 18, 1-5), los humildes, los sencillos. Ayer me tocó palpar esta pequeñez, porque confesando a niños que realizarán próximamente su Primera Comunión, y me decía después de cada confesión: "¡Bendito Dios, guardá en la inocencia a estos niños!", porque notaba el tremendo dolor y el sincero arrepentimiento de estos niños y niñas, de las mínimas e ínfimas faltas que, para ellos, resultaban inmensa y desastrosas para sus almas; en cambio, cómo duele cuando para otros, ya adultos, grandes y “superados”, hacen cosas inmensamente dañinas y claramente malas para ellos y otros, y las consideran “nada”. No vayamos por la puerta ancha, andá por la puerta estrecha, la de los pequeños y sencillos, con fidelidad cotidiana y plena de amor, de lo que cuesta, pero te salva llenándote de la vida.

¿Saben dónde hay una puerta pequeña y estrecha para entrar?, en la Basílica de la Natividad, en Belén. La puerta pequeña y estrecha te ayuda a inclinarte, con humildad, para poder entrar, contemplar, comprender y venerar el misterio del inmenso Dios que eligió la pequeñez de la humanidad de un niño para comenzar a caminar entre nosotros y hacernos el anuncio de la salvación. Si no tenés esa actitud, no comprendés a Dios y su estilo, y no podés heredar el Reino de los Cielos. Por el contrario, en los palacios reales, estaban las puertas más grandes, para que el señor de ese reino, ingresara a caballo, esbelto y soberbio, incluso hasta su recámara para mostrar así, quién era el señor, quién mandaba, quién tenía el poder… sólo para este mundo. ¿Cuántos que se creyeron grandes, y se perdieron? ¿Cuántos que se hicieron humildes y pequeños, y se salvaron? Fijate, lo que te conviene, si te interesa la salvación.

Lo que nos conviene sí es rezar, y lo podemos hacer hoy, con aquel sencillo y pequeño poema de Miguel de Unamuno que dice:

Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños.
yo he crecido, a mi pesar.

Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad,
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar.

Que María, la Reina del Cielo, con su caricia maternal nos recuerdo todos los días que somos sus pequeños hijos, para que, con su auxilio y de su mano, podamos entrar al Reino por la puerta estrecha. Amén.

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